domingo, 22 de mayo de 2016

Podemos y la pasión intelectual. Comentario a una frase de Íñigo Errejón

Hay una frase que Íñigo Errejón repite regularmente y que yo le escuché pronunciar hace unos días en Málaga dentro de la gira de “El Congreso en tu plaza”, esta serie de actos públicos en los que los ya ex diputados rinden cuentas ante la ciudadanía sobre la actividad desplegada durante esta legislatura corta, que dice mucho acerca de lo que es y pretende ser Podemos. Se trata de una apelación directa a los allí reunidos acerca del deber de estudiar y formarse, única manera de hacer posible, utilizando sus términos, “la construcción de un pueblo, de una fuerza que reclame con éxito la representación de un nuevo proyecto nacional”. Creo que pocas cosas reflejan mejor el papel de la teoría al servicio de una praxis, el afán por aplicar lo aprendido no ya solo en los libros sino en experiencias políticas concretas previas, a una realidad mutante como la nuestra que esta incitación a robarle horas al trasiego cotidiano que supone la vida militante (compuesta de una miríada de obligaciones menores e impostergables) para tomar distancia crítica antes de zambullirse de nuevo en la acción.

Que Podemos surge tras una larga gestación intelectual es de sobra conocido. Comenzó mucho antes de que un grupo de jóvenes pusieran en marcha un programa de televisión en un modesto local de Vallecas dispuestos a pelear –en palabras de Pablo Iglesias– en el “principal escenario de confrontación política” de nuestro tiempo, el de la comunicación, y halló en el 15-M su imprescindible acelerante. De hecho, esta actitud le ha merecido a Podemos la tacha de partido “intelectualista”, como si el hecho de ser algunos de sus fundadores profesores universitarios fuese un desdoro, un motivo casi por el que pedir perdón: “¡Con quién han empatado estas ratas de biblioteca!”; “¡Se creen que por tener una buena formación y hablar varios idiomas saben algo de la vida!”; o “¡Si es que son muy listos!”, los hemos escuchado mascullar en debates televisivos y tertulias de radio a representantes de los partidos tradicionales y sus corifeos, sin percatarse de cuán cerca se encontraban estos supuestos agravios del elogio desnudo de la ignorancia cuando no directamente del “Muera la Inteligencia” de un Millán Astray.

Porque, además, incluso quienes como en el caso del secretario político de la formación morada, están especialmente obsesionados por la formación de cuadros en áreas como la creación de discurso, distan mucho de entender la política como un mero ensayo de laboratorio, algo que pueda gestarse tras una puerta o en torno a una mesa repleta de ceniceros llenos. Por horas de reflexión que requiera la labor a la que se han entregado, es imposible trazar un “plan” cerrado de antemano porque, como escribía Errejón en su imprescindible artículo “Podemos a mitad de camino” , “la construcción de una voluntad colectiva nunca funciona en línea recta”, esto es, “no es obra divina ni de las fuerzas de la historia: es el resultado de muchas intervenciones políticas, concretas y contingentes, unas más acertadas que otras, que van produciendo un sentido político nuevo, una identidad nueva”.

Esta idea no solo choca con la teleología marxista y el determinismo económico a esta ínsito,  sino que cuestiona la posición de subalternidad rayana con la bovina mansedumbre de las masas que pudiera colegirse de cierta lectura simplista de la hipótesis populista de Podemos. Frente al liderazgo carismático que de modo tan eficaz hubo de representar ―contra sus propios deseos si nos atenemos a los múltiples testimonios de los que disponemos―, Pablo Iglesias en la etapa fundacional de Podemos y sin el cual nunca se habría podido no ya romper sino tan solo perturbar el tablero ―¿cabía operar de otro modo en una democracia de audiencias como la vigente?―, este discurso socava la concepción de un pueblo entendido como menor de edad al que hay que tutelar porque no sabe lo que le conviene. La experiencia colectiva no viene determinada así por la anulación del individuo. Se trata, por decirlo con Arendt, de que este rompa su aislamiento, salga de su propia y radical experiencia singular cuidándose al mismo tiempo de limitarse a multiplicar y prolongar la experiencia de su vecino. En ese sentido, ese llamamiento a “prepararse”, a “multiplicar los dirigentes, los portavoces”, no puede suponer una incitación a constituir una “intelligentzia” ni a la “fabricación de un aparato de poder”, sino que apunta a la constitución de un nuevo “bloque intelectual” desprendido de los anclajes de clase que sea capaz de apuntalar un proyecto capaz de convertir un “proyecto masivo” en uno “mayoritario”. No es fruto del azar que un tipo como Santiago Alba Rico se prestase a ser candidato al Senado por Ávila en las pasadas elecciones ni que Podemos haya penetrado con enorme éxito entre la población con estudios superiores.

A su vez, desde el punto de vista del científico social, la hipótesis descarta asumir la neutralidad valorativa de la que hablaba Weber y que con frecuencia tan ajena le resultaba al propio autor alemán. Tampoco encuentra aquí reposo el cálculo frío ni la concepción del intelectual como un “clérigo” que dice “Mi reino no es de este mundo” ―tampoco Benda se mantuvo fiel a su sacerdocio al ver a la democracia amenazada―, cuando lo que tenemos entre manos es la producción intelectual orientada hacia un compromiso que trata de impugnar el dogma neoliberal en el campo de las ideas luchando por establecer un nuevo sentido común tras décadas de derrota intelectual por parte de la izquierda. De aquí la importancia de la pasión –junto a la mesura y al sentido de la responsabilidad, una de las tres cualidades decisivamente importantes para el político según el propio Weber― en el relato y la práctica política de Podemos.

No hablamos en este caso de la efervescencia –evito voluntariamente hablar de “mística― que puede vivirse –y probablemente en la actualidad solo pueda darse con esta intensidad en la arena partidista–) en un mitin de Podemos tan reivindicada por quienes, como Errejón, entienden que “las pasiones  no son elementos prepolíticos de pueblos inmaduros”. Hablamos de esa “pasión por la inteligencia y por la política”, en palabras de José Luis Villacañas, que puede respirarse en un debate teórico y que llevó a este catedrático de Filosofía en la Complutense  a afirmar hace unos días, tras pasar por uno de los encuentros organizados por el Instituto 25M, el think tank de Podemos, que no puede identificar otra formación que esté en condiciones de destacar a sus cuadros “a un debate tan franco”, ni existe en la actualidad  otro partido que “tenga un conjunto tan amplio de militantes atravesado por esas dos pasiones”.  

Probablemente nada ejemplifique mejor la potencia irradiadora de Podemos ni permita vislumbrar de forma más nítida el papel que está llamado a jugar en los próximos años que esta crónica firmada por quien no solo ha sido con frecuencia muy crítico con las tesis de Podemos, sino que reconoce ser ahora más consciente de los puntos que le separan del modelo teórico de quienes lo invitaron precisamente para confrontar, con honestidad y compartiendo la necesidad de avanzar hacia una democracia más plena, sus diferencias.
Esta predisposición al combate de ideas –es bueno que luchen estas para que no tengan que hacerlo los hombres, decía Popper–  resulta tanto más refrescante y descarada ante el triste espectáculo que nos vienen ofreciendo tanto unas viejas maquinarias partidistas más preocupadas por conservar parte del poder institucional acumulado durante décadas y de preservar su particular spoil system que de insuflar nueva vida a unas ideas envejecidas, como aquellos otros que, supuestamente aterrizados para regenerar la vida pública, basan toda su estrategia en técnicas de marketing electoral y en el mejor de los casos en enarbolar el concepto de “sociedad abierta”, como si alguna vez hubieran tenido entre manos un libro del autor. En uno y otro caso, llama la atención que hasta los elementos más jóvenes hayan hecho de la renuncia a cualquier cuestionamiento serio de lo dado la clave de bóveda de un ideario transmutado en argumentario.

En este sentido no es exagerado afirmar que si desde los años 70 la sociedad española no había vivido tal interés por la política ―sin duda también porque desde entonces no habíamos vuelto a vivir una “crisis de régimen” que colocara no ya a los partidos sino a la propia ciudadanía ante la posibilidad de tomar las riendas de su futuro― se debe en buena medida al papel de agitación intelectual desencadenada primero por el 15-M y más tarde por Podemos. Si entonces eran Marx, Foucault, o Althusser los autores que se leían y comentaban con veneración, hoy son algunas de las ideas de Gramsci, Laclau o Judith Butler, ya sea vulgarizadas, las que circulan por aulas, cafés y grupos de telegram. Solo hay que prestar atención a las decenas de charlas, seminarios, debates, que cada semana despliegan los círculos de Podemos por todo el país para darse cuenta de que existe un ansia de conocimiento que ha desbordado los tradicionales ámbitos académicos para poner sobre la mesa toda una serie de temas de discusión entre las “gentes del común”. Si existen “podemólogos”, más allá de la carga de sarcasmo que el palabro encierra, se debe en buena medida a la cantidad de material que a diario genera el partido en cantidades indigeribles incluso cuando uno no tuviera más ocupación que dedicarse a su lectura. De hecho, incluso en momentos en los que la institucionalización del partido y la sucesión de citas electorales ha obligado a buena parte de los dirigentes a dedicarse a cabalgar el tigre de la actualidad, incluso en estos momentos de especial aceleración en los que hay que elegir entre lo urgente y lo prioritario, no cesan de salir textos firmados desde el entorno de Podemos dedicados, como si anidara un temor a que lo concreto se terminara divorciando de las ideas que presuntamente lo inspiraron, a evaluar, desarrollar o reenmarcar el rumbo.

Esta gran conversación inacabada e inacabable, que lo mismo discurre en torno al ya popular tema de la “transversalidad” del partido, recorre los meandros del “populismo”, se interroga sobre los límites de la acción institucional, hace hincapié en la necesaria feminización de la política, coquetea con el espíritu de la Ilustración o, de nuevo pie en tierra, ataca de frente la búsqueda de soluciones a la actual crisis económica, y que está muy lejos de representar una mera acumulación caótica para adquirir más bien la forma de un magma del que emergen y se refuerzan reticularmente diferentes líneas de pensamiento y acción, tiene la virtud de exponerse públicamente  – “En mi soledad/ he visto cosas muy claras/ que no eran verdad”, decía Machado–, suscitando debates en los que la confrontación de ideas lejos de rehuir la discrepancia obliga a los intervinientes a pensar contra sí mismos, rompiendo los huesos de sus cabezas, por utilizar una expresión cara a ese enorme polemizador –y polinizador de ideas y pasiones― que fue Jean-Paul Sartre. Ni siquiera la masiva llegada a las instituciones de “cuadros” de Podemos ha amainado este aluvión de intervenciones más pausadas o urgentes. Más bien al contrario, ante la necesidad de ampliar el repertorio de herramientas disponibles para afrontar los retos del día a día en esa búsqueda constante por ampliar el campo de lo posible se ha enriquecido el paisaje con multitud de visiones de las que participan  junto a los nombres más reconocidos de la formación (los Iglesias, Monedero, Errejón, Moruno, Serra, Lago, Cano, Bescansa, Maura, etc) decenas de diputados o concejales que analizan las más variadas cuestiones, de la sanidad pública a la lucha contra la corrupción, de la discriminación de la mujer al papel de la deuda, el mundo rural o el mercado de trabajo. Artículos y charlas que generan toda una bibliografía secundaria y que actúan como espoleta para un debate coral impensable hace tan solo unos pocos años.

Sin duda, esta carrera por la “auctoritas” resulta extraordinariamente exigente incluso para quienes están mejor dotados para afrontarla, como demuestra una pequeña anécdota que el propio Errejón protagonizaba en una de las últimas ediciones del programa “Fort Apache”. Durante el debate, en el que se inquiría por la existencia de un “populismo de izquierdas”, el secretario político de Podemos tuvo una vacilación al ser incapaz de recordar el nombre de un politólogo norteamericano en un momento de su argumentación y tuvo que ser Verstrynge, que estaba sentado a su lado, quien le hizo de apuntador, sacándole el siguiente comentario: “Esto es un politólogo que no pierde el tiempo en el Parlamento”. Evidentemente, por consciente que sea de que por encima de los parlamentos operan fuerzas que constriñen la soberanía nacional encarnada en las cámaras, nadie puede pensar que Errejón crea que ser diputado es una pérdida de tiempo. Más bien, este comentario casual, fruto probablemente de la falta de frescura de quien lleva dos años y medio corriendo y atándose los cordones, al tiempo que muestra la tensión que late entre el politólogo y el político –y el temor del primero al que el segundo lo acabe devorando―, refleja la autoexigencia de quien sabe que no hay éxito sin disciplina, ni acción política eficaz que no esté sustentada en un profundo análisis previo. Como contó a un grupo de colegas el periodista Sebastiaan Faber –y recoge Jacobo Rivero en Objetivo: asaltar los cielos―, si algo le había sorprendido siguiendo de cerca a Podemos era la “ética protestante del trabajo” del grupo promotor y de su entorno más cercano. La constatación de que no hay cambio político sin pasión, pero que esa pasión no solo se expresa por los cauces más obvios de la arenga o la explosión tumultuosa, sino que para no convertirse precisamente en la cápsula desprendida del fuselaje tras el lanzamiento, debe construirse sobre cimientos intelectuales que permitan, entre otras cosas, traducir conceptos complejos para que sean operativos en la batalla por la hegemonía cultural, levantando de camino las cómodas barreras que separan teoría y práctica, razón y emoción o discurso y realidad.

Que esta visión anti-hedonista de la política no resulte incompatible con la (solo en apariencia) boutade de Pablo Iglesias de que “Podemos funciona porque es sexy”, se desprende hasta qué punto nos movemos en un terreno de retroalimentación difusa. Existe una célebre cita de John Waters que corre por los muros de postineros lectores de todo el mundo que dice: “If you go home with somebody and they don't have books, don't fuck them”. Y llegados a este punto, viendo las pasiones que levantan los dirigentes de Podemos allá por donde pisan, el carácter de liturgia laica de sus mítines no sería un desatino para el caso que nos ocupa añadir al pasaje, antes de ‘books’, la palabra ‘politics’. Ni que decir tiene que esto poco tiene que ver con la erótica del poder, sino de no desdeñar como factor coadyuvante a la hora de generar una visión que produzca lazos de solidaridad y pertenencia la seducción de la inteligencia.

En una célebre charla de 2014, precisamente en compañía de Alberto Garzón, de nuevo un irónico y provocador Pablo Iglesias dijo que lo que diferenciaba a Podemos del resto de partidos, era que ellos sabían cómo ganar. A la vista de lo anterior y habiendo aprendido que ninguna victoria será jamás ni total ni definitiva, puede decirse que no Podemos, sino nuestra esfera pública ya está asistiendo a toda una serie de triunfos parciales que si en el plano institucional nos hablan de las alcaldías del cambio o de los 69 diputados (por ahora) obtenidos en el Congreso, en el terreno cultural encuentran su correlato en un cambio de formas y de fondo a la hora de vivir lo político del que solo estamos viendo sus primeros síntomas y que incluye ese rebato de Errejón con el que arrancábamos y que no es una línea más dentro de un discurso que, por otra parte, no deja nada al azar. Así lo demuestra el hecho de que el joven dirigente le otorgue un especial énfasis, incluso una especial ubicación ―en este caso, cerrando el encuentro― y que esa frase que en otro contexto podría resultar anodina y gris, sea vertida en un vibrante tono ascendente (“¡A estudiar y prepararse…”) que va levantando entre el auditorio (“… que nos toca gobernar un país!”) una salva de aplausos (“¡Que nos toca construir…”)  que conduce de forma inevitable (“… una España nueva!”) a una encendida ovación. 

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